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El Progreso (Cuento)




No sé si nos remontamos a un pasado remoto, o a lo mejor un futuro inmediato. No sé decir con total seguridad si esto ocurrió u ocurrirá. Sólo sé que lo viví, pero soy, la que agitada como una frágil hoja en la vorágine de una tormenta, la que no sabe en qué época o lugar está...


Mi nombre es Tana, y junto a mis hermanos, Lemo y Zadi fuimos testigos de unos hechos aterradores que hoy les venimos a contar:


Nacimos en un pueblo pequeño rodeado de dos grandes ríos. De pequeñxs nos íbamos al campo junto a nuestra abuela para aprender a labrar la tierra, como también a recoger los frutos maduros de hermosos árboles, que tenían copas tan frondosas que la poca luz que las atravesaba dibujaban estrellas en su sombra. Mis hermanos y yo también nos divertíamos mucho correteando a las gallinas, pero lo que más me gustaba era cuando nos escapábamos a jugar en el bosque y terminábamos en las copas de los árboles, casi acostados sobre los grandes troncos, hinchaos de comer hígos y guayabas. Si le preguntan a Lemo, diría que le gustaba más cuando íbamos a jugar en el río, porque al él le gusta mucho estar en el agua y bañarse de sol. Siempre imaginé que su cabello en el agua se convertía en tentáculos como los de un pulpo que lo ayudaban a flotar en el agua. Zadi en cambio, preferiría ir a caminar junto a las cabras, o ir a escuchar las historias de mi abuela. La respetaba mucho y le gustaba estar con ella porque decía que era sencilla y muy sabia. Pero a ellxs como a mí, también nos gustaba ir a recoger las frutas y a endulzarnos los labios con confituras silvertres de todas las tonalidades. Recoger la sábila del cactus y árboles, que con pequeños cortes íbamos dibujando en ellos leves cicatrices sin hacerles daño. Y cuando no, ellxs disfrutában de la aromática miel de la custodias abejas, un pequeño dulce hurto que compensábamos fabricándoles panales donde expandir su eterno reino. Yo, como siempre que me acercaba a las abejas me picaban y me dejaban ronchas muy grandes, mi abuela me había dicho que mi piel era tan brillante que las abejas me confudían con miel, así que me había prohibido acércameles. Como lo que más disfrutaba era comer la miel, esperaba desde lejos a mis hermanos, o mientras me iba a jugar con los pollitos y a ver las gallinas que me parecían muy hermosa, porque eran muy quiriquiqueras alborotadoras con un fervoroso culto al sol, que empollaban sus huevos, los más grandes que había visto.

El río que visitábamos y que surtían a toda la comunidad, y que eran la vida de todxs, era Río Esperanza, de fondo pedregoso y de aguas frescas y transparentes, donde Lemo le gustaba bañarse, y que en verano era tan claro que podíamos ver el fondo verdoso por sus praderas subacuáticas, sebadal de agua dulce que siempre fue refugio de peces enormes, los cuales formaban parte de la subsistencia de la comunidad. El poblado estaba situado en un valle, rodeado de colosales montañas verdes y de bosques.


En mi infancia, en la que mis hermanos y yo vivimos estos sucesos, eramos conscientes por relatos y chismes que más allá de las montañas del oeste había un enorme lago, desde donde mi pueblo una vez fue originario, pero que junto a su lecho se asentó un pueblo de mujeres y hombres grises, que rendían culto al egoísmo, el saqueo, la violencia, y a un temible ser llamado Progreso, el cual cuidaban como un cachorro caprichoso, pues decían les daría algo muy necesario a sus egoístas y violentas vidas llamado riqueza y razón.

Las mujeres y hombres grises nos llamaban dizque gente de color, o perros, y aunque para nosotrxs formar parte de una comunidad de personas de cabellos de todas las formas y colores, y que nuestro ojos, y piel fuesen distintos, era sinónimo de mucha diversidad, orgullo y respeto, pero para las personas grises, de ojos, piel grises, y de espíritu turbio como río contaminado, era una forma de tildarnos despectivamente.

Nuestra abuela, especialmente cuando llovía, navegaba en su memoria y nos recordaba que hacía mucho tiempo aquellas hombres grises había llegado para robarnos nuestras tierras y que desde esa vez la tierra sangraba por heridas en sus montañas que aún hoy siguen abiertas e incluso se han vuelto más profundas. Contaba ella, con la cara contraída como un puño que nuestro pueblo había sido obligado a trabajar y a servirle a las personas grises y que tras la más cruda de las miserias, muerte por enfermedades y escases de comida y agua, acabamos por desplazarnos a este valle, más allá de aquellas montañas y sus locuras. Pero contaba la abuela que tras un largo y arduo viaje, caminando a pesar de la incertidumbre, sin haber perdido nuestro tejido comunitario y espíritu solidario empezamos a construir nuestro pueblo.


Una mañana fría, al despertar tras oír las perras ladrar, me asome a la calle, junto a mi nuestro rancho. Lo que vi me sobresaltó, comprendí el recelo de las perras al lograr ver a través de la niebla una procesión de personas que se dirigían hacia el poblado desde las montañas del norte, por la vereda que surca el río Esperanza. Me asuste y corrí a despertar a mis hermanos y a mi abuela, mi amada abuela. Tras la algarabía del susto y el mal despertar, retomamos la compostura de mi abuela ante los problemas, buscas causas y motivos, y si la luna que nos protege lo permite, soluciones. Cuando salimos ya todo el poblado estaba en sobresalto, y una comitiva de mujeres y hombres fueron a recibir a esas sombras en la niebla que bajaban colina abajo.


Pronto descubrimos que eran un poblado vecino, del sur del lago, al otro lado de las montañas. Nos pedían refugio, hablaban de que las mujeres y hombre grises, en su culto al Progreso le habían dado en sacrificio el lago, y que se lo había devorado casi todo en su totalidad, y que su gran mole gris avanzaba según su apetito, así que temiendo ser devorados por él, prepararon sus bártulos, su poco ganando, sus semillas, sus útiles y se prepararon a marchar. Sábia fue la decisión de las abuelas de su comunidad, porque cuando llegaban a lo alto de las montañas pudieron contemplar con desasosiego como el Progreso no contento con devorarse ya el lago, se adentraba entre dientes metálicos en sus fértiles praderas.


Nuestra decisión fue inmediata, un poblado es una comunidad, y comunidad es compartir. Y más donde hay tierra fértil, aire puro de los bosques, inmenso reino colmenar, y abundante agua y peces. Les invitamos como hermanxs a convivir, les ayudamos a construir sus ranchos, sus goros para el ganado, sus milpas, sus falúas para pescar. Pero mi abuela estaba intranquila, pasaban semanas peregrina en sus quehaceres acompañada por el silencio. Alguna fantasma atemorizaba su alma inquieta.


Una tarde me senté con mi abuelita a desenvainar frijoles y arvejas. E interrumpí más pronto que tarde su solitud preguntándole qué era eso que tanto tiempo la reclamaba en las profundidades de la mente.


Me miró, con esos bellos ojos canelos tan brillantes como las estrellas en la noche, y tras una profunda pausa que se hizo un milenio, me sobrecojió con sus pesares. Me contó que algo en su interior le perturbaba, que le hacía preguntarse con respecto a esa bestia ignorante y hambrienta llamada Progreso, si su apetito tendría límites. Si las mujeres y hombres grises en su adoración a sus riquezas -que para nosotras no era muy distinto que los roletes que aliviaban las vacas tras comer fresco pasto-, siguen alimentando a esa bestia de hormigón de barriga sin fin, ¿cuánto tardarían en ofrecerles las montañas? ¿cuanto en ofrecerles el naciente de nuestros ríos? ¿Cuanto en ser sorprendidos por sus fauces de metal y devorar todo cuanto hemos construido? ¿donde iremos otra vez? Y lo que más me preocupó ¿siempre estaremos huyendo a esperanzas de encontrar límites al mundo o de encontrarnos sus fauces? ¿porque las mujeres y hombres grises ofrecían aquello que era común o de otrxs a su tan amada horrible bestia? ¿y hasta qué punto las mujeres y hombres grises ofrecían todo a la bestia para así no ser devorados por ella? Y de ser así…¿era acaso la bestia Progreso, tirano y dueño del destino de las mujeres y hombres grises?


Pasado dos años, no tardó en manifestarse los temores de mi abuela. Mirando al Norte, más allá de las montañas, ya no existía el cielo.

El Progreso lo había ocultado con el humo putrefacto de su respiración. El Progreso crecía, pronto devoraría las montañas, los ríos, el bosque...pronto su hambre devoraría nuestro valle.


Una tarde sucedió lo aterrador...llegó por la vereda del Río Esperanza un vehículo, ruidoso y que se peaba como un puerco alimentado con banano pasado y revenido. En semejante armatoste ruidoso, polvoriento y contaminante venían una mujer y un hombre gris. Eran representantes de Comercio y Fomento. Querían hablar con nuestrx presidente, y tras mucho discutir, pues no les entraba en la moyera que tal cosa no teníamos, convocamos a la comunidad y estos nos dieron su petición.

Decían que nos querían dar trabajo, que en las montañas habían piedras preciosas que eran del todo gusto del Progreso, y nos explicaron que quienes colaboraban con el Progreso no debían temer a sus fauces, que al igual que un perro, no muerde la mano que le da de comer.

Mi abuela les dijo, qué depende que se les da de comer al perro, pues era bien sabido que a un perro si se le da sangre, no había porque quejarse si este te mordía. Ellxs insistieron que tal cosa era una barbarie, el Progreso comía, sí, pero para fomentar la calidad de la vida, que no para matarnos.

Todxs desconfiamos, pero cierto es que muchxs jóvenes fueron a las montañas a trabajar en sus galerías.


El progreso comía, y crecía, y al mismo tiempo todo a su alrededor se perforaba, quemaba, entubaba, empacaba para saciar su hambre y el de las mujeres y hombres grises, que por primera vez sentían el peso de los estómagos vacíos, tras verse quitándose el pan de la boca para dárselo en ofrenda al Progreso. Todo se desmoronó mas aun, ahora no solo comía el Progreso, si no las millones de bocas que le rendían culto, y cada día mas, muchxs de nuestra aldea formaban parte de ellxs, bien por preferir pasar hambre allá que vivir acá en la incertidumbre de cuando seremos comidos acá, o bien, porque tras trabar en sus minas, hacer sus carreteras, construir por el Progreso, al respirar su ambiente, su ambiente contaminado, ya no podían vivir entre nosotrxs sin sentirse desdichadxs, sucixs, o como animales. Y nos abandonaron.


Días mas tarde llegaron otros representantes, en un carro feo y muy ruidoso por la carretera -que había sepultado a nuestra vereda-, pero esta vez, eran representantes de la alimentación del Progreso. Insistían en hablar con el representante….y bueno, cuando les convencimos que era cosa de hablar con todas, nos explicaron que era de bien general, aunque viéndole sus caras famélicas, mas se trataba de un bien para ellxs, que debíamos dar ofrendas al Progreso y a sus representantes, y que este a cambio, no devoraría ni nuestro fértil valle, ni a nosotrxs. Lo que sentimos como un chantaje y una amenaza, era dizque un tratado de libre acuerdo, y el caso es que el miedo nos sobrecogió por igual, y decidimos asumir ese pacto, por el bien de todxs, por no vernos en la incertidumbre de vagar por un mundo huyendo de sus fauces, o por convertirnos en hombres y mujeres grises, como tanto que ya nos son irreconocibles de nuestro pueblo.


Así fueron muchas lunas las que trabajamos, dando dos tercios de nuestro trabajo al Progreso y sus representantes cuando comprendimos que el equilibrio que sostenía la armonía de nuestra aldea se estaba desmoronando. Habían discordias, se sentía recelo, gente que decía que trabajaba mas por el Progreso que para sí, muchxs se fueron muriendo, se enfermaban y las familias cada vez eran menos.

Lo que muchxs decidieron partir al progreso, decían que les compensaba más, que se pasaba puede que la mismo dolor, pero que se trabajaba menos…


Lo que más recuergo que me entristeció y que lloré junto a mis hermanos, en especial con Lemo, fue un día que Río Esperanza se secó. Desapareció de la noche a la mañana. El progreso se lo había bebido, pues estaba sediento de tanto comer.


Aquella mañana, mis hermanos y yo bajamos al río junto a las cabras y las ovejas para que bebiesen y se refrescaran. No pudimos creer lo que nuestro ojos veían. Estaba todo sucio, lleno de desechos, de basura, ¡el progreso y sus representantes lo usaban en su naciente para deshacerse de sus excrementos! No teníamos apenas agua limpia, y en su ignorancia nos exigían alimentos frescos y sanos!

Corrimos donde mi abuela llorando, gritando, avisándole a todo el pueblo. Abuela nos calmó, nos dijo “comprendamos primero las causas, comprendamos la situación con calma y ya veremos si encontramos juntas una solución”.

Lo vimos claro, nuestra resolución fue unánime. Los dos tercios de la cosecha que le ofrendábamos serían regados con la misma sucia agua que ellxs nos daban. Y de los pozos que nos quedaban, regábamos la poca comida que era destinada a nuestra comunidad.


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Pasaron muchas lunas así, nuestra economía solidaria y comunal se fragmentó, ahora cada unx iba por su lado. Si alguna vez tuvimos la esperanza de unirnos junto a otras comunidades para enfrentarnos al Progreso, ahora se nos aparecía muy muy lejos.

El Progreso no cumplió el pacto, y devoro el valle alrededor nuestro.

Nuestra abuelita murió entre la pena y el hambre.

Y mis hermanos y yo tomamos una decisión. En nombre de mi abuela tomamos rumbos al sur, cada unx en su camino. Decidimos tejer memoria, como hizo mi abuela, decidimos prever al resto de comunidades, hablarles de la bestia del Progreso y sus representantes, y de las mujeres y hombres grises. Decidimos crear puentes de resistencia con la esperanza de unirnos y hacerle frente, de combatir su descontrolado y destructivo apetito, de luchar contra la ignorancia de su ambiente, contra el egoísmo del que bebían todxs sus siervxs y representantes, para que los ríos sigan siendo ríos, los bosques bosques, la vida, vida.


Hoy estoy acá, contándoles esto, no esperando nada de ustedes si no el de despertar en su interior la sabiduría milenaria de mi abuela y la irreverencia de aquellxs que no teman enfrentarse ante las bestias destructivas de este mundo. Que sean precavidxs y no comentan el error de nuestra comunidad. Que no negocien por miedo a sus dientes, porque créanos, si hay algo peor que sus fauces es vivir condenado a la esclavitud de sus caprichos, al limbo de no tener nada, de sobrevivir huyendo y de no poder apreciar la hermosura de las cosas sencillas: de los amaneceres, de el olor de la huerta en el sereno de la mañana, de caminar descalzo sobre la tierra fértil, de refrescar la cara en un río limpio y vivo, de como penetra el aire de un bosque en los pulmones, de abrazar un árbol, de reír por reír y llorar por llorar, de compartir con tu gente, de vivir, y no de soñar con ello.






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